Aunque en no pocas ocasiones la precariedad y el endeudamiento de las familias tienen su origen en una incorrecta gestión de sus recursos, originada por la nefasta influencia del consumismo, también sufrimos inermes una situación en la que el Estado, que debería proteger a la persona y a la familia en sus derechos esenciales, trata por el contrario de suplantarlas en sus funciones, en su misión y en sus derechos.

 

Se ha llegado a un deterioro tal que, la familia que no está dispuesta a someterse a las ideologías de género impuestas por el poder gubernamental, queda indefensa y sin financiación.

 

La consecuencia negativa más tangible del desajuste entre lo privado y lo público, lo familiar y lo estatal, lo personal y lo social, consiste en la indefensión de las familias en todo lo que se refiere a sus responsabilidades más indelegables, en las que le corresponde tomar la iniciativa; sobre todo en la educación de los hijos.

 

Actualmente asistimos a un diálogo de sordos entre los interlocutores, derivado del modelo neocontractualista imperante, que da lugar a este desajuste entre los que detentan los poderes públicos y las familias.

 

Sin embargo, la supremacía que tiene la persona y la familia proviene de que el bien común mayor es precisamente el bien de la persona y el bien de la familia, que dan consistencia a las estructuras sociales que se forman a partir de estas realidades y estructuras humanas.

 

La familia, que es el lugar donde la prioridad es la persona -su formación y todo cuanto precise para su desarrollo personal-, y donde se acepta a la persona con sus limitaciones y se ponen todos los medios al alcance para desarrollar completamente la personalidad, necesita que los poderes públicos sirvan a éste su propósito primordial.